La primavera de 1970...en los barrios de Pocitos y Punta Carretas


Para quienes por ese año cumplimos quince, ante nuestros ojos  todo ocurría muy rápido en la vida social y política del país.



* El liceo popular de Punta Carretas


“...Debo reconocer que nunca hallé en los últimos veinticinco años una noticia de prensa  o  crónica donde se mencionase la original experiencia de los Liceos Populares acaecida al menos en Montevideo, durante los cuatro últimos meses de 1970. Es más,  para quienes como yo, fuimos alumnos del que se llamó Liceo Popular de Punta Carretas, ésta fue por un buen tiempo la única experiencia conocida. Recién durante  la Dictadura instalada en junio de 1973, me encuentro con compañeros de otros barrios de Montevideo  que  me contaron  haber sabido, aunque no participado,   de experiencias similares, tal vez en La Teja, El Cerro o en La Curva de Maroñas.

Fue en enero de 1970 cuando el Gobierno del Presidente Pacheco Areco,  al amparo de las Medidas Prontas de Seguridad,  destituye al Consejo Autónomo de la Enseñanza Media  y en su lugar designa una Comisión Interventora con amplias facultades y directamente dependiente del Poder Ejecutivo. En los meses siguientes fueron  sancionados, incluso con el cese,  decenas de profesores, se nombraron “a dedo” personal  docente y de bedelía de confianza y ante la protesta masiva de profesores y alumnos se clausuraron temporalmente los cursos en varios liceos. Finalmente,  en agosto del mismo año,  el Consejo Interventor decretará la terminación anticipada del año lectivo dejando sin posibilidad de culminar los cursos a decenas de miles de estudiantes secundarios.

Si por entonces surgió un Liceo Popular o más de uno con similares características al que yo conocí, no tengo duda que, junto a las asambleas de clase y las manifestaciones callejeras, tales experiencias educativas constituyeron parte de las mas radicales y claras respuestas que el Gobierno de la época  recibió frente a su política de acabar con un sistema educativo laico y autónomo.

A principios de ese año de 1970 mi familia se muda  de una casa de altos en el barrio Pocitos a una amplia vivienda de dos pisos en Punta Carretas sobre la calle José Ellauri.  Esta casa estaba situada frente a la entrada principal del  Establecimiento Penitenciario que ocupaba el mismo terreno donde hoy se encuentran el Shopping Punta Carretas,  el Hotel Sheraton y la Estación de Combustible Petrobras.  A pesar del  cambio de barrio mis hábitos no se modificaron demasiado, simplemente había más lugar para todos porque la casa era muy grande y además tenía fondo. Es cierto que ese fondo ya no era aquel prolijo y cuidado que conocí cuando allí vivían mis abuelos,  donde en cualquier mañana  se podía escuchar cantar a los cardenales en sus jaulas, oler a pasto recién cortado y además cuando avanzaba la  primavera, se podía disfrutar de dos añejos ciruelos en flor;...los inquilinos que nos habían precedido sencillamente lo habían dejado a la miseria.  Si hubo algo que cambió con el  nuevo barrio,  fueron las líneas de ómnibus que tomaba para ir a mis  clases al Centro: en vez del 116 y 118 ahora tenía la dupla 117 / 122 de CUTCSA además del 33 y el 82 de AMDET.

La enseñanza formal la recibía en un liceo privado  religioso,  que por esa época sólo aceptaba alumnos  varones.  Era una Institución que  se había preciado durante buena parte de  sus casi cien años de existencia de “ser la escuela donde se formaban los dirigentes católicos del país”. Si algo supe desde que ingresé en él y luego durante los cuatro años de liceo, fue que   éste Instituto no constituía el  mejor lugar  para conocer y menos desde el cual acercarme a la lucha social y política  que se desarrolló diariamente en las calles del Montevideo de entonces. Por suerte para mis escasos e importantes recién cumplidos 15 años de edad,  las respuestas a mis inquietudes y la cuna de los mejores afectos estaban en mi casa o en mis amigos o sea, de los muros de ese liceo hacia afuera.

Un día de agosto me entero, como todos, de que el Consejo Interventor de la Enseñanza Media había suspendido las clases definitivamente en  Secundaria por lo que restaba de ese  año 1970. Como estudiante que aun no estaba obligado y que tampoco había tenido la oportunidad de trabajar,   al día siguiente de tan brutal decisión, me sentí plenamente  “desocupado” y para colmo, no precisamente tranquilo. Rápidamente descubrí que en pocos días más tendría que encontrar una actividad  a la cual dedicar mi tiempo ocioso hasta fin de año. La propuesta familiar fue por cierto rápida y clara: que buscase un trabajo de mandadero aunque fuera de medio tiempo, en algún comercio del barrio. Las ventajas de aceptar tal opción parecían evidentes a mis progenitores: hacer algún dinero para gastos propios y a la vez enfrentar temprano y en terreno conocido (ya que era habitué, gracias a los mandados diarios,  de todos los  almacenes y otros comercios de las cercanías), la no siempre agradable experiencia de mi primer  trabajo asalariado. Todo un menú que  desde el primer momento consideré poco atrayente y  apresurado para degustar  a  mi  edad. 

 Fue gracias a Jorge, un compañero de estudios de  inglés del Instituto Anglo que me enteré que a pesar de la clausura oficial había comenzado a funcionar  un nuevo  Liceo en el barrio. El “Anglo”, que siempre estuvo en la calle San José esquina Médanos ( hoy Javier Barrios Amorin) pero que no tenía sucursales como ahora,   no fue alcanzado, al igual que otros Institutos  similares, por el “apagón educativo oficial” vigente. Es por ello que, en esos días de incertidumbre,  con Jorge seguí compartiendo asientos de ómnibus y aburridas clases de inglés.  Jorge era vecino mío,  residente a unas pocas cuadras de casa y estudiante de tercer año del Liceo número 7 Joaquín Suárez que entonces tenía su sede en la avenida Boulevard España y Ellauri, donde actualmente se encuentra el Liceo número 28. En una de esos viajes compartidos y  periódicos al Anglo,  a bordo del 33 de Amdet  o quizás retornando en el 122 de Cutcsa, me contó que  a pesar del cese forzoso y generalizado, igual seguía asistiendo a clases junto a muchos de sus compañeros de siempre, las que eran dictadas por varios de los profesores habituales del “Suaréz”.

Intrigado y necesitado de respuestas,  no dudé en interrogarlo ese día y los siguientes que nos vimos sobre cómo y dónde ello era posible. Recuerdo que me explicó  que, luego del cierre del liceo por las Autoridades no tardó en surgir otro “paralelo”,  por iniciativa de  padres, profesores y también alumnos que no aceptaron la clausura.  Lo conocían por el nombre de  Liceo Popular y  funcionaba en la Casa Parroquial al lado de la Iglesia que estaba en la calle Ellauri casi Solano García frente a un costado del Penal,  a escasamente una cuadra de mi casa.

      Con el tiempo llegué a saber que el proceso de conformación del Liceo Popular aunque rápido y exitoso,  fue el fruto de un  intenso trabajo  de mucha gente madura y también de gente joven y especialmente de mucha voluntad, dignidad y rebeldía de sus convocantes. Es que apenas fueron cesados los cursos y cerrados los locales liceales por parte de las Autoridades de la Intervención, varios padres (especialmente madres) de alumnos junto a los  profesores del Suárez integrantes de la Federación de Profesores, toman la iniciativa y convocan a diferentes asambleas para resolver cómo mejor enfrentar la situación. Alumnos que se consideraban  independientes y otros más politizados pertenecientes a las agrupaciones gremiales se suman pronto a ese debate fermental. Surge la propuesta de realizar “contracursos” como forma de rechazo y protesta pero también como reafirmación de que la Enseñanza debe cumplirse y no suspenderse por imposición del Gobierno. Hay entre los padres algunos que son miembros activos de la comunidad de laicos de la Parroquia de Punta Carretas y son quienes realizan gestiones para que la misma brinde sus salones a esta iniciativa. Con el apoyo del Cura Párroco,  el Consejo Parroquial aprueba el pedido y permite el funcionamiento del Liceo Popular. Lo que comenzó como una idea firme pero modesta, se pone  a funcionar con celeridad y a pesar de los inevitables tropezones, de lunes a viernes y durante tres meses un verdadero Liceo con una plantilla de más de 200 alumnos inscriptos imparte clases de 1ero. a 4to. año de acuerdo al  Plan Oficial de Estudios vigente.

      Si bien desde un principio Jorge me alentó a participar y a concurrir a clase yo tenía mis dudas porque hasta hace pocos días iba a un liceo que no era “el Suárez” y para peor era privado. Le pedí averiguase si ello era un impedimento,  a lo cual,  cuando nos volvimos a encontrar, me respondió  que no, que había hablado con una de las madres de alumnos que integraba la bedelía  y que según ella yo estaba formalmente invitado a integrarme, no importando de qué Institución provenía. Sólo era necesario que concurriese con uno de mis padres el día que fuese a comenzar. Con ésta noticia volví a casa para informar de la decisión que ya había tomado: ”...necesito que mañana me acompañen porque voy a empezar a ir a clase al Liceo Popular en la Parroquia y  por ahora no voy a trabajar...”. Temprano en la mañana y con algo de miedo fui junto a mi madre a cumplir los trámites de rigor. Luego del registro, una de las madres de la bedelía, tal vez la “Pirruca”, me acompañó hasta el salón de segundo año que funcionaba en la planta baja del edificio que está sobre la calle Solano García inmediatamente a continuación de la Iglesia. Sin más trámite y sin posibilidad de retroceso,  tras la presentación de mi persona a un atento y desconocido auditorio de más de cincuenta adolescentes de ambos sexos,    ingresé con pleno derecho a un mundo nuevo que ya no iba a abandonar.

      Había dos turnos, aunque el de la tarde era mucho más pequeño en número de alumnos. En el turno de la mañana que fue al  que yo me integré, las clases más numerosas eran primero y segundo. Primer año funcionaba en el salón de los scout católicos al fondo de la cancha que daba sobre la calle Ellauri. Tercero y Cuarto año compartían, tabique de tela  por medio, el salón situado encima del que ocupaba segundo y al que se subía por una estrecha escalera exterior.  Las clases duraban 40 minutos y estaban separadas por los tiempos de recreo correspondientes. Aunque no recuerdo que hubiese cantina,  sí se hacía presente todos los días en el horario del recreo largo  un muchacho de una panadería cercana a vendernos bizcochos,  tal vez de la Biarritz o quizás de la desaparecida Miramar. Venía en bicicleta cargado con un gran canasto de mimbre lleno de mercadería y tapado por una tela blanca para evitar las moscas.

Los profesores eran casi todos del Liceo Suárez y según recuerdo, al menos en segundo, cubrían si no todas, casi todas las materias. Pasaban lista, dictaban clases, ponían escritos y hacían los mejores esfuerzos (así los veo yo a la distancia, por el  tiempo transcurrido) para adaptarse  a un régimen de estudio similar al Oficial pero,  donde la concurrencia de los alumnos era voluntaria y la disciplina auto-impuesta por el colectivo y practicada por cada uno.

 La dirección del Liceo Popular de Punta Carretas era colegiada y descansaba,  para nosotros los alumnos,  en el grupo de madres que se habían puesto el tema al hombro. A ellas acudíamos para consultas sobre horarios, materias, asistencia de profesores y cualquier otro menester de la vida académica. Estaban durante todo el horario y resolvían todo lo que a Dirección y Bedelía competía en “situaciones normales”. Si hubo alguna instancia de dirección más estructurada que además incluyese al cuerpo docente, no la conocimos y me arriesgo a decir   que no creo que haya existido.  Aunque el equipo  era más numeroso,  recuerdo entre las madres a “Pirruca”,  esposa del Arq. Rodríguez,  a la esposa del Arq. Seoane que vivía en una casa contigua a la nuestra, a la esposa del doctor Avellanal y a la esposa del profesor  Víctor Cayota.  Eran a mi juicio,   lo que antes se conocía como “amas de casa”: mujeres que en general no trabajaban, las más con varios hijos, pero que estaban muy al tanto y que vivían como propias las vicisitudes del trabajo de sus compañeros y el estudio de sus hijos. No me cabe duda que sin su entrega y habilidad para resolver hasta los más pequeños detalles,  el Liceo Popular no hubiera pasado de una buena idea sin posibilidad de concretarse.

Si bien las madres se imponían con su presencia y los profesores aplicaban sus mejores artes en la pedagogía para ganar nuestro respeto y atención, una cuota parte de la disciplina y organización nos correspondía a los alumnos. Cada clase tenía dos delegados elegidos por sus compañeros y que apoyaban dentro de sus posibilidades a las madres y profesores a que el Liceo funcionase. Cada clase realizaba sus asambleas el día que  lo creía conveniente para tratar temas del Liceo como aquellos relacionados con la situación de la Enseñanza y por ende del País. A contrapelo de quienes sostenían que la Enseñanza Media era entonces un caos ingobernable, tuvimos un consenso, que se cumplía casi siempre, por el  que las Asambleas se realizaban en horas que no hubiese clase, o sea en los recreos o en horas donde  faltaba un profesor.

      También a lo largo de esos meses se efectuaron varias actividades de formación extracurricular. Se trató de charlas o conferencias a cargo de personas destacadas acerca de temas que nos pudiesen interesar. Recuerdo al profesor Pablo Fierro Viñoli (geógrafo y autor de varios libros), al sicólogo Juan Carlos Carrasco hablando sobre sexualidad y  al antropólogo Daniel Vidart disertando sobre los primitivos habitantes de nuestro país. 
En el Liceo Popular nunca estuvimos ajenos a la vida del país y un ejemplo de ello fue que nos tocó soportar un allanamiento por parte de la Policía Política de la época. La Iglesia y la Casa Parroquial de Punta Carretas fueron allanados por la Policía al menos una vez en una  fecha que no recuerdo pero en la que ya estaba en funciones el Liceo Popular. Sí me consta que ocurrió de tarde, en momentos que no había clases dictándose y que además la prensa escrita al día siguiente se refirió a los sucesos con fotos y todo. Fue así que,  gracias a algún oportuno “mandado” que hube de cumplir en algún comercio del barrio, tuve el privilegio de ver a los patrulleros, a los  Ford Mavericks y a las “chanchitas”que participaron del “operativo”,  estacionados en una larga fila sobre la acera Este de la calle Solano García. Recuerdo que me llamó la atención las personas de civil (“tiras”) que iban y venían  de los vehículos a la puerta de ingreso, unos acarreando papeles (que luego supimos pertenecían a la Bedelía del Liceo) y otros portando armas desenfundadas.  La versión oficial de estos inquietantes hechos consignó que el acontecimiento fue un operativo más de los habituales en la época,   en prevención de una evasión de los “sediciosos” (integrantes de organizaciones guerrilleras y de acción directa como MLN -Tupamaros, OPR 33, FARO, etc.)  que estaban recluidos,  muros del Penal mediante,  en el enorme edificio situado en  la acera de enfrente.  Fuga tan temida,  que de todos modos se consumó  a través de un prolijo túnel ubicado a unos 50 metros hacia el Sur de la esquina de José Ellauri y Solano García,  en una madrugada de septiembre casi  exactamente un año después...”
                 (Alfredo Quintero)

*Crónicas de una calle.




"...La calle José Ellauri nace en Punta Carretas, atraviesa este barrio y Pocitos, y termina en Gabriel Pereira. Cerca de cada uno de esos dos extremos de la calle están los escenarios de esta crónica: el Penal de Punta Carretas, (hoy Shopping, prisión de otra dictadura, la del consumismo) enfrente a la calle Héctor Miranda, y la Parroquia San Juan Bautista, de Pocitos, exactamente en la esquina de Luis Lamas (hoy Domingo Tamburini) y Ramón Masini, a diez pasos de la esquina con J. Ellauri.  Algunos de estos relatos no corresponden a la época de la dictadura, sino al período anterior, probablemente a los tiempos de Pacheco Areco. Tiempos de muchas “chanchitas” y “camellos” por las calles montevideanas. Sin duda que la memoria me jugará malas pasadas: recordaré como próximos, hechos acontecidos en tiempos diferentes, y sin duda será imposible rescatar del olvido sucesos y caras tal vez relevantes.
Había caído preso mi hermano Fito. Después hubo un allanamiento en nuestra casa de Punta Carretas (ubicada exactamente frente al Penal) y fueron llevados detenidos dos hermanos más y mi cuñada. Eran días de mucha angustia y temores en la familia. Prácticamente no recibíamos información alguna sobre ellos. Finalmente fueron liberados todos, menos Fito. Dónde estaba no se supo en un comienzo, luego se nos dijo que en Jefatura (San José y Yi), y más adelante, que lo habían pasado a Punta Carretas. ¡Qué ironía! Pensar que nos separaba sólo una calle, y sin embargo, qué abismo infranqueable constituían esos pocos metros. Era fácil cruzarlos y averiguar, por ejemplo, cuándo tendría visita Fito, o qué cosas podíamos hacerle llegar, pero no era posible aún verlo, darle un beso o abrazarlo. La visita sería los sábados de mañana. Pero las visitas fueron suspendidas porque algunos días antes de ese primer sábado ocurrió la fuga de varios tupas del Penal.
Durante esas dos o tres semanas que mediaron entre que supimos que Fito estaba enfrente, y el día en que lo vimos por vez primera en una visita, es que ocurre lo que ahora me propongo relatar.
Salía yo de casa, –imposible recordar si era de mañana o de tarde, verano o invierno o si me iba al trabajo o a estudiar– cerré con llave, atravesé el corto espacio entre la puerta y la vereda, y en ese último paso, antes de doblar a la derecha hacia la parada del ómnibus, miré hacia el Penal: allá, en una ventana estaba Fito, sentado en una posición aparentemente cómoda, distendida; se distinguía una venda en la muñeca y ningún otro detalle, pero era él, sin duda; ése era su cuerpo joven, delgado. El impacto me hizo frenar en seco la marcha. Sin mucho pensar, sin siquiera mirar si había “chanchitas” o algo similar por la cuadra, levanté el brazo en un saludo. Sentí como si lo estuviera abrazando. Fito contestó el saludo, también con su mano en alto, el brazo extendido; también me estaba abrazando. Volví a la casa y entré a los gritos: “Ahí está Fito, enfrente, en una ventana”. Subimos corriendo la escalera con mis padres y salimos al balcón de su dormitorio. Saludábamos nosotros tres desde el balcón y Fito contestaba desde su ventana. Se había puesto de pie, y ahora saludaba con los dos brazos. Por un rato hicimos desaparecer el abismo entre la casa y el Penal. Me tenía que ir, y finalmente me fui. La imagen de aquellos dos brazos fraternales saludando me acompañó todas las horas de ese día. Regresé a casa por la noche. Todos dormían. Ya lo había pensado: le haría señales con las luces. Las habitaciones que daban a la calle eran el hall de entrada y el escritorio en la planta baja, y arriba, el baño y los dormitorios de mis viejos y el mío, también se veía desde el frente la luz de la escalera. Le fui indicando con las luces lo que iba haciendo, por si quería acompañarme. Comí algo en la cocina, apagué todas las luces de abajo, subí la escalera, la rutina habitual; ya en mi cuarto, pronta para ir a dormir, encendí y apagué varias veces la veladora de la mesa de luz. De la ventana del Penal me respondió dos o tres veces una pequeña llama de encendedor. Buenas noches, que descanses, nos dijimos. Ahora no puedo recordar si en los días siguientes volví a verlo en la ventana, pero sí estoy segura de haber seguido varias noches el mismo ritual con las luces. Las visitas seguían suspendidas, pero un día nos entregaron una carta de Fito. En el reverso del sobre, estaba escrito el número de celda: no era el mismo número que yo había leído, mirando con los binoculares desde mi ventana. Me quedé como paralizada. ¿A quién le habría estado haciendo señales de luces? No lo hice más, casi ni miraba hacia la ventana, sin embargo alguna noche vi la lucecita del encendedor. Me dio pena; ¡pobre tipo!
Finalmente un sábado tuvimos la primera visita. Al contarle algo de esto Fito  me dijo: “Nosotros no vemos la calle, esos son todos comunes”. Creo que me sentí un poco tonta, pero tal vez también tuve algo de miedo.
Este segundo relato bien puede ser la continuación del anterior. No porque haya relación entre los sucesos, sino porque este último ocurrió enseguida del primero.
Ese sábado en la visita, mi hermano me pregunta si me animo a “sacar algo” que después debía entregar al Charrúa, uno de sus compañeros, hermano también él, de otro de los presos. Pasaron muchos años antes de que yo me preguntara por qué no era el Charrúa mismo el que se ocupaba de esa tarea militante. En ese momento ni se me ocurrió. Dije que no en “esa” visita, expliqué que quería ver cómo era la revisación a la salida. Por cierto que la revisación, al entrar y al salir era cualquier cosa menos agradable. Las mujeres debíamos pasar a una habitación sobre el lado derecho del edificio, –la de los hombres estaba a la izquierda– y allí éramos minuciosamente revisadas por (tal vez dos) mujeres. Mi memoria sólo retiene una. La otra u otras, si existieron no dejaron rastro alguno por mis neuronas. Esta mujer tendría unos cuarenta o más años, era fea, tenía la cabeza grande, la piel de la cara llena de unos raros lunares o manchas que
llamaban mucho la atención, a pesar de lo oscuro del cutis, y el pelo lo teñía de un color entre marrón y rojo. Lo peor no era el aspecto físico, sino sus modos. Dicho sin rodeos, nos basureaba. Era además obsesiva buscando pequeños escondrijos en la ropa o el cuerpo donde pudiera haber algo oculto. Sólo a modo de ejemplo, recuerdo la fuerza que hacía intentando “destornillar” los palitos de mi montgomery, maderitas de una sola pieza, absolutamente “indestornillables”.
Un día en la revisación de salida comprobé otra de sus características: le era muy difícil reconocer un error. Al entrar no había habido ninguna situación particular. La mujer revisó mi chaqueta de cuero, supongo que incluso los bolsillos, nada especial, la rutina de siempre. Durante la visita Fito me “pasa” algo para sacar; era como una pastillita de forma y tamaño parecido a un supositorio, sólo que un poco más grande; el interior era papel escrito, pero estaba forrado de nylon, pensado para llevarlo en la boca, así me lo sugirió mi hermano. A mí la idea no me pareció buena y lo coloqué dentro del soutien, en la parte más baja, pegado al (y sostenido por el) elástico que rodea el costillar. Calzado en el pliegue entre el seno y la musculatura yo percibía ese pequeño cuerpo y sentía que lo tenía bajo control, como si fuese un liceal que ha ubicado su trencito en un lugar perfecto.
Salí tranquila, sin temores. La “manchada” empezó a revisarme y al sacar su mano de uno de los bolsillos de la chaqueta, sacude en el aire un papelito. “¡¿Y esto?!”, chilló. Todas las mujeres se volvieron hacia nosotras dos, se hizo un silencio grande. Metí la mano en el bolsillo, recién ahí noté que había un pedazo descosido, la mano pasaba por el agujero y se tocaba con el dorso la parte interior del cuero, y con la palma de la mano la tela que forraba la chaqueta. Saqué el bolsillo para afuera y mostré el agujero. La mujer estaba fuera de control y sólo repetía que el papel yo no lo tenía cuando pasé por la revisación al entrar. En el papelito había algo escrito, una suma como de almacén, unas pocas cifras, y estaba coloreado con el marrón del cuero de la chaqueta. Cualquiera podía darse cuenta que llevaba días, semanas, tal vez meses entre el cuero y el forro. Fueron saliendo las demás mujeres a medida que eran revisadas; yo debía esperar. Recuerdo que transpiraba muchísimo, pero por ningún motivo quería sacarme la chaqueta. La revisación de la ropa más próxima al cuerpo y del cuerpo mismo, había quedado suspendida ante el hallazgo. Sentía la transpiración particularmente bajo los dos senos, pensé en la pastillita pero no me preocupó que pudiera mojarse, si estaba preparada para la boca esa humedad no podía hacerle nada. Fui llevada a algún otro lugar y continuó la espera. Finalmente, acompañada de la mujer entré a un despacho grande. Allí estaba un hombre de civil, que sin decir palabra escuchó la explicación histérica de la mujer, que seguía poniendo el acento en que ella me había revisado a la entrada y que ese papel yo no lo tenía. Mi boca estaba totalmente seca, toda la humedad de mi cuerpo salía por los poros; yo staba realmente muy asustada y nerviosa. La mujer debe haber repetido tres o cuatro veces su relato casi con las mismas palabras y entonación. Creo que yo dije algo, pero eso la puso más enardecida. Finalmente el hombre con mucha calma le agradeció y le hizo un gesto como para que saliera del despacho. Quedamos el hombre y yo solos, sobre su escritorio estaba el cuerpo del delito, el papelito. El otro cuerpo del delito, la pastillita, seguía en su lugar, la sentía en cada inspiración, presionando contra una costilla. Sin la presencia de la mujer pude hablar tranquilamente, de todos modos me parece ahora que no fue necesario, el hombre tenía clara toda la situación. Creo que dijo muy poca cosa después de escucharme, tiró el papelito o me lo dio, francamente no recuerdo eso, y me hizo salir. Cuando pude respirar el aire de la calle sentí un alivio enorme. En casa me estaba esperando el Charrúa, al que le di la pastillita. Estaba charlando muy animadamente con mi viejo, no parecía que nadie estuviese preocupado. Me dio mucha bronca, pero ni se me ocurrió decir “la próxima la sacás vos”. Y por cierto que seguí sacando varias más. La “manchada” no encontró nada en mi ropa ni en mi cuerpo jamás. Nunca la vi por la parada del ómnibus, ni cruzando una calle, o en el bar de la esquina o en la panadería. ¿La reconocería ahora si la viera?
Meses después tuvimos el aviso por alguna vía oficial, probablemente judicial, de que Fito sería liberado. Gran alegría en casa. El tema se habló, recuerdo, en un almuerzo. Mi hermano menor, tres o cuatro años de edad, escuchaba con atención. Durante las visitas y, dada su edad, él podía entrar a la “jaula” donde estaban los presos, y alrededor de la cual nos sentábamos los restantes visitantes, y estar durante la visita sentado en la falda de Fito. Al fin de la visita algún familiar de cada niño o bebé que estaba dentro de la jaula, se acercaba a la puerta de ésta, y lo recibía en sus brazos directamente de los del preso. Esto era aprovechado por quienes no tenían niños, para poder besar o abrazar a su familiar. Mi hermano menor fue “prestado” varias veces con ese fin; en particular recuerdo que más de una vez, sobre el fin de la visita, salía a la puerta en brazos de otro compañero preso, y era recibido por su esposa (se habían casado estando él preso) y no por ninguno de nuestra familia. El gurí estaba bien empapado de la situación, a pesar de sus pocos años. Pero lo que seguramente no sabía era qué significaba exactamente “a Fito le dan la libertad”. Después del almuerzo mi hermano se esfumó. No estaba en la casa. Lo encontré afuera, a medio paso de la puerta de entrada de la casa, sentado en el escalón, mirando hacia la calle. Estaba esperando a Fito. Me costó bastante hacerle entender que no lo iba a ver llegar en cinco o diez minutos, cruzando la calle, como si viniera de la rambla, o de la parada del ómnibus; que lo sacarían de Punta Carretas seguramente en un vehículo, y lo llevarían a otro lugar por algunos días. Parecía sordo a mi explicación y repetía: “Yo lo voy a esperar aquí”. Por suerte entendió justo antes de que yo me pusiera a llorar de impotencia..."
( Katzenstein, Elizabeth, publicado con el seudónimo de Elisa Mármol en www.memoriapararmar.org, sitio al que hoy no se puede acceder)

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